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Carta a benefactores (6)

MISIONERAS DE JESÚS VERBO Y VÍCTIMA
Convento Cenáculo - Caravelí – Vía Arequipa
Telf. / fax 0051 54 511002
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“Hoy nació… Salió de su soledad,
Salió de su silencio,
El Verbo Divino:
Dios de Dios,
Luz de Luz
El Salvador, el Emmanuel,
Dios con nosotros está…
Buscad y lo encontraréis”

F. K.

Carta Circular
Octubre –Noviembre - Diciembre - 2008

Muy queridos lectores de nuestras cartas misioneras ¡Qué pronto pasa el tiempo! Si parece que sólo hace unos días en que contábamos nuestras primeras experiencias de este año y ya lo estamos culminando. Que el Todopoderoso los colme de bendiciones y habite en cada unos de vuestros generosos corazones en estas Navidades, que el Niño Jesús llene de luz y esperanzas vuestras vidas. Como siempre les deseamos lo mejor para el nuevo año.

Esta vez volvemos con nuestro relato a San Antonio de los Cobres, Salta, Argentina. Un modo distinto de celebrar la Navidad, Ojalá que disfruten!

Misiones en Navidad

Se me preguntó una vez: Madre, ¿cómo pasan ustedes la Navidad cuando salen de misiones?

La verdad es que, por preocuparnos en llevar la Buena Nueva a los pueblos más abandonados, no me había percatado de cómo pasamos nosotras la Navidad. Generalmente salimos días antes del 24 de diciembre hasta casi fin del mes, recorriendo los pueblos y hacer que “nazca el Niño” –como dice la gente- en cada uno de ellos. Por eso en un pueblo celebramos la Navidad el día 19, en otro, el 20; en otro el 21... y así sucesivamente, de modo que hasta en el más recóndito pueblito nuestra gente pueda decir: “Nos ha nacido un Niño”.

Creo que esta experiencia de Madre Serafina con Madre Valeria es una respuesta propicia a aquella pregunta: Cómo es nuestra Navidad en las misiones. Ambas habían sido recién transferidas al Patmos de San Antonio de los Cobres, en Argentina, zona que colinda con Bolivia. Madre Serafina nos narra cómo ella pasó junto con Madre Valeria, juniora que recién hacía su primera experiencia misional:

Estábamos muy animadas M. Valeria y yo, porque emprenderíamos nuestro viaje de misiones; teníamos por recorrer cinco pueblitos. Era día 24 de diciembre de 2007. Nos íbamos a Tolar Grande. Este es uno de nuestros pueblos más alejados, que del convento dista más o menos 5 ó 6 horas en vehículo. Pero si los caminos fueran buenos, las 21 curvas se hicieran derechas, y la encrucijada recta, sin subidas, serían 3 horas.

Coloqué el Santísimo en el tabernáculo portátil. Como recién hubo Sacramento de la Comunión y Confirmación en dos pueblos, puse suficiente Sagradas Formas. Salimos de nuestro convento a las 7 a.m. después del desayuno. Nuestro Señor, la M. Valeria y yo llegamos a Olacapato; avisamos que allí estaríamos el 26. Pasamos a Pocitos donde avisamos que estaríamos el 25, y emprendimos la marcha rumbo a Tolar Grande. Ya había ido una vez a ese pueblo con Madre Camila, pero no conduciendo, para mí, como chofer, el camino me era desconocido.

Eran cerca de las 11 de la mañana. Detuvimos el vehículo, tomamos algo que nos reconfortara y nos diera energía, porque calor ya teníamos bastante. Desde los 4.680 m. de altura, ya habíamos descendido bastante, estábamos ahora como a 3.000 metros. Teníamos que atravesar un salar de dos horas. Recordé que un profesor me había dicho una vez: “Cuando no conozca la ruta, con sus manos puestas en el volante, la máxima velocidad en ripio debe ser 60 Km./h., aunque usted viera o sintiera que la carretera es buena. Una vez que la conozca, ya se la domina”. Esta carretera era angosta pero larga, y a sus bordes había sólo salar, trozos, trozos mezclados con tierra y humedad. Era tan extensa que cegaba la vista; se perdía en la lejanía dando la impresión de que se unía al cielo a derecha, izquierda y de frente.

Las dos horas las hicimos rezando el Rosario y cantando al Señor. Empezó el ascenso. Recordé que en el viaje anterior, nos encontramos con un badén tan hondo que no se visualiza, y por poco no se rompió el muelle delantero del vehículo. Le conté este percance a M. Valeria, y le dije que vaya mirando para que me avise. Veía a la Madre, tan confiada, mientras yo, por dentro en completa tensión, miraba a cada instante la estampita plastificada de nuestro Padre Fundador, que pendía del espejo de la camioneta. Está la oración y su rostro sonriente. Recordaba sus palabras: “¡Siga adelante, mi Madre!”. Seguí adelante y pasamos bien el badén. Tuvimos cuidado de mirar bien para a nuestro regreso poder distinguirlo.

Empezó una media hora de camino horrible de tierra; luego 20 minutos de curvas y más curvas bien cerradas y angostas. En seguida un ascenso con curvas y curvas en U, le llaman a este tramo “la encrucijada del diablo”. De trecho en trecho había cruces que recordaban algunos accidentes. Ahora, nos hallamos en tierra plana, sin descenso ni curvas. Respiramos aliviadas. Me dije: ¡Gracias, Señor! ¡Gracias, Padre! Habrían pasado unos diez minutos y desviamos hacia un letrero que no se veía bien. Entramos. Se me vino la duda. No puede ser que hayamos llegado tan rápido. Falta una hora. M. Valeria me aseguraba que sí. Bueno, dije, vamos. ¡Que sorpresa! Un campamento abandonado. Aún estaban dos vagones de tren, en completa ruina. Se podía ver huellas de que algunos camioneros descansan ahí antes de ir a las minas que distan unas 5 ó 6 horas del campamento. Había vestigios de aceite de carro, de llantas, etc.

Como no era tiempo de transporte de mineral, estábamos seguras de que estaríamos libres de miradas curiosas. Aprovechamos para lavarnos la cara y almorzar. El sol había hecho subir la temperatura hasta 32 grados. Acostumbradas nosotras al frío, lo sentíamos con más intensidad.

Tomamos el camino de la izquierda que parecía más transitado. Era un camino desierto. Luego empezaron los cerros sin verdor. A la media hora una subida y cerros y curvas. Unas montañas que parecían unirse, quedando la camioneta entre ellas, como una hormiguita entre dos edificios. Íbamos avanzando... y ¡de pronto! ¡Qué alegría! Empezó a verse la tola (arbusto pequeño) por el camino. Los cerros iban disminuyendo de tamaño; empezó el descenso y pronto nos encontramos en tierra plana sembrada de tolas y otras plantas pequeñas de la que saca la gente ramas para cubrir sus techos. Ahí vimos un cartel grande y en forma de arco con letras de hierro: “Bienvenidos a Tolar Grande”. Ya habíamos llegado a nuestra meta.

El pueblo es pequeño, de unas 200 personas, pero figuran 400, con difuntos y nombres que al parecer, ni existieron; pero para mantener la Intendencia, viven los difuntos y sus parientes. Tiene cuatro barrios, y en cada uno viven pocas familias, casi todas venidas de los pueblos más cercanos o de San Antonio. En los barrios hay muchas casas en ruina, pues, antes estuvo muy poblada, pero una vez que dejó de funcionar el ferrocarril, la gente empezó a emigrar, y por ende, a despoblarse la zona.

Si a esta gente se le pregunta:

-¿Cómo les llega la verdura?
-El Intendente nos la trae cada quince días.
-¿Y la leña?
-El Intendente nos la trae cada semana.
-¿Y cómo hacen para su ropa?
-El Intendente nos trae lo que le pedimos.

Así. Tanto que Madre Camila nos había puesto ya al corriente, terminando con: “Sólo falta que el Intendente cocine”.

Hay nada más que dos o tres vehículos, sin embargo, tienen radio, parabólica, TV, Internet, teléfono, local donde venden combustible para vehículos, reparación de llantas, un hotel de turistas, un local amplio, un campo de foot-ball. Una escuela con dos aulas y jardín de infancia con 56 niños, la mayoría no son del lugar. El Intendente me dijo: “Madre, aquí tenemos de todo, sólo nos faltan recursos humanos".

Fuimos a la iglesia. Y vimos correr a la gente de un lado para otro. Estaban terminando de baldear el piso, éste es hermoso. La iglesia es pequeña, de unos 9 x 15 metros, de adobe; revestida de cemento, pintada de blanco, con una torre, y por fuera cubierta de piedra blanca, parece de liporita. Tiene un precioso tabernáculo, revestido de onix (el onix abunda en la zona).

Ya la gente había armado su Nacimiento debajo del altar. Era grande, y se extendía por el centro de la iglesia. Habían tenido la delicadeza de poner pastito verde, horneritos, cerros; la nieve la habían hecho de algodón. No faltaron los corralitos con sus animales (vicuñas, burros, ovejas, patitos, etc.). Ellos “hacen nacer” a Jesús nueve días antes. Le hacen su novena y los niños danzan y cantan en torno del pesebre (es la única oportunidad en que los niños danzan en la iglesia). El Misterio es de tamaño mediano. Tenían al Niño Jesús vestidito de blanco, echado en su cuna. Habían colocado las bancas de la iglesia a ambos lados, mirando hacia el pesebre. Todo conforme nuestras hermanas anteriores les habían enseñado.

Esta vez el Intendente del lugar les había prometido un juguete para cada uno si hacían bien el Nacimiento, porque llegarían las Madres. Era fiesta para ellos, pues, otras veces las Madres íbamos después de Navidad. Ahora era el mismo 24 de diciembre. Casi todos tienen los sacramentos completos. Sólo unos cuantos adultos que les falta el sacramento del matrimonio. Relativamente hacía poco que los habíamos visitado por el 8 de diciembre, habiéndolos preparado para los Sacramentos, con retiros de padres de familia, de jóvenes y niños, siendo estos últimos 23.

Culminamos con representaciones bíblicas, que lo hicieron muy bonito. Así como la parábola del Hijo Pródigo, que representaron los varones. Pensando en esto, le dije a M. Valeria:

-¿Usted cree que puedan representar el Pesebre viviente sin aprenderse el papel, así tipo estampas? Unos lee y otros hacen las mímicas.
-Yo creo que sí –me dijo entusiasmada-. Hagámoslo con niños.

Como era el último día de la novena, a las 4 de la tarde rezamos el Rosario, la novena y villancicos al Niño. Les propusimos la representación del Pesebre viviente. Se llenaron de entusiasmo y todos contentos por tenernos con ellos en este mismo día de Navidad, empezaron con los ensayos. La presidenta de la capilla se fue a buscar los disfraces en unos baúles antiguos. Sacaba mantos, alas, corona de reyes, capas y otros.

A las 6 p.m. ensayo de la Liturgia. Cómo les gusta leer, y cantar. En un santiamén M. Valeria formó su coro. A las 8 p.m. dimos el horario de Navidad por la radio. A las 8.30 p.m. cenamos y luego nos preparamos poniéndonos de gala para la ceremonia y Celebración de Navidad. Terminó la última dancita de villancico de los niños. Y M. Valeria sugirió que primero hagamos el Pesebre viviente, antes de la Celebración de la Palabra. Bueno, mientras yo daba charlas prebautismales, M. Valeria se dispuso a preparar a los niños para la presentación del pesebre viviente. Terminé y fui para ayudar a la Madre. Vi a la “Virgen” ya vestida, muy bonita. También el Ángel, los pastores... pero... San José... ¿Qué había pasado con San José? Me acerqué a M. Valeria, que estaba cerca de los narradores y de los fotógrafos:

-Madre, ¿vio a San José? ¿Qué pasó? ¿Por qué no le han puesto su disfraz?
-Ay, Madre. Llegó tarde, con las justas, y se colocó en su lugar sin avisarme antes.

¡Válgame Dios! Estaba de sport, con su camisita y su corbata; su pantaloncito elegante, como cuando recibió su primera Comunión, y una chompita azul. Y ya estaba actuando... y con bastón... Ya no se podía hacer otra cosa. Ay, de mí... esos percances del arte... Todo fue muy bonito. ¡Qué contentos estaban! Esto es lo que queríamos: Junto con el mensaje de la Buena Nueva, llevarles esta alegría navideña. Y ellos gozaron lo indecible. Lo encontraron todo novedoso. De buena gana hubiesen querido prolongar la Navidad por más días. Los niños tenían una carita radiante, porque habían tenido la oportunidad de danzar de nuevo ante el pesebre. Eran ocho parejitas de niños pequeñitos. Ellas con polleritas, y ellos con ponchitos. Al finalizar, el más pequeñito de los niños se me acercó queriéndome decir algo. Me incliné hasta su altura y me dijo:

-Madre, ¿me darán juguete? Porque he bailado bien.
-Oh, sí. Maravilloso. Muy bonito has bailado.

Le toqué la cabecita e intenté irme porque quería entregarle una tarjeta de Navidad al Intendente. Buscaba con la mirada por entre la gente, cuando el pequeño me tiró del Hábito y llamándome: ¡Madrecita! Me incliné y me di cuenta que era una niña. La habían vestido de varoncito para bailar.

-¿Me dará juguete el Intendente?
-Seguro, mi niña.
-¿Me dará muñeca o carrito?
-¿Cómo?
-Es que yo quiero muñeca.
-Seguro que te dará una muñeca.
-Es que yo bailé de varoncito.
-Ven, Vamos a verlo. Te voy a presentar al Intendente, y yo le diré que tú eres niñita.

Sus ojitos le brillaban de alegría. Se asió de mi mano y juntas nos fuimos en busca del Intendente. Éste me prometió que le daría la muñeca a la niña.

Ya estábamos solas. Y yo, buscando un lugar que no me viera Madre Valeria, me puse a preparar leche con chocolate que, sin que sepa Madre Valeria, había llevado para darle una pequeña sorpresa de Navidad a mi hermana, que añoraría la Navidad en el Cenáculo, donde se pasa en Comunidad, juntas y alegres. Busqué la forma de que no estuviera presente en mis afanes. Preparé la mesa, coloqué una estampa un poco grande de Navidad, pajitas, y puse ahí al Niñito chiquitito, una variedad de caramelos, pan dulce, y arreglé todo para una pequeña cena de Navidad.

Juntas adoramos al Niño en la iglesia, luego la llevé al cuartito que está junto a la sacristía y vi su rostro de sorpresa, pues, no se imaginaba que íbamos a celebrar nuestra Navidad en Comunidad de dos. Cantamos un villancico y nos dimos nuevamente un abrazo de saludo navideño. Luego, felicísimas compartimos nuestra sobria cena de Navidad, recordando la Casa Madre, el Patmos y otros recuerdos que nos venían a la mente con añoranza. Después pasamos a recordar los últimos momentos con la gente, cómo nos despedimos de ellos para retirarnos a celebrar juntas la Navidad. A esa hora estaría todo el pueblo cenando, porque el Intendente suele dar la cena de Nochebuena para todos. Así estuvimos un rato disfrutando de nuestra Nochebuena, y luego nos retiramos a descansar.

A la mañana siguiente, después de rezar en la iglesia, recogimos nuestras cosas y una vez acomodadas, limpiamos la camioneta porque Jesús Sacramentado iría con nosotras. Eran las 9 de la mañana. El sol bañaba con sus rayos el lugar. Todo el pueblo estaba en completo silencio. Emprendimos la marcha de regreso rezando el Rosario y las demás oraciones del día. Eran las 11 de la mañana... cuando el vehículo se detuvo en seco. Se había empantanado en la arena. Las llantas de atrás se atracaron fuertemente y a mí me daba miedo forzarlas. Detuve el vehículo y bajé a mirar... ¡Dios mío! Las llantas estaban con la arena hasta la mitad. Recordé en esos momentos que en otra ocasión nos ocurrió lo mismo, pero a unos 500 metros hubo una casa, y un señor llegó en su camioneta con palana y palos grandes, tablones y lanza ejes para socorrernos. Pero ahora, en un día como ese, 25 de diciembre, no pasaría nadie. Y si alguien pasase, no estaría en buenas condiciones, con los rezagos de fiesta.

Me puse a cavilar. Si no salía de ahí, en un camino tan angosto, no dejaría pasar otro vehículo. Y si viniera uno a toda velocidad, no podría frenar en aquella pendiente. Sacamos la gata; después de trasladar lo que teníamos en la segunda cabina al asiento delantero, no me quedó otro remedio que tirarme al piso, sin palana, sin tablones; busqué una piedra y empecé a sacar la arena. Pero cuanto más sacaba, más arena caía del otro lado. Me dispuse a sacar el vehículo con marcha hacia adelante, porque las llantas delanteras estaban libres. Todo fue inútil. Madre Valeria acomodó lo mejor posible el tabernáculo portátil que contenía el Santísimo.

Yo fijé la mirada en la estampita de nuestro Padre. Luego nos decidimos a colocar las dos la gata, subir la rueda y colocar piedras planas. Era la 1 de la tarde y aún continuábamos intentando sacar el vehículo; estábamos enterradas hasta las pestañas. En esos momentos recordaba que cuando era postulante, me pasaba algunas siestas de rodillas en Adviento para que alguna hermana que vacilase en su vocación, siguiera adelante y no se desanimara. Tal vez alguna novicia en esos momentos estaría rezando por nosotras. Estábamos completamente agotadas. Por fin logramos salir. Pero... no habíamos avanzado ni 50 metros y nuevamente nos empantanamos; esta vez más hondo. La hora avanzaba y mi temor era que llegara la tarde, hora en que corre un viento fuerte, que nos impediría colocar la gata, pues, el viento que corre debajo de la camioneta, hace levantar la arena y golpea en la cara. Madre Valeria me propuso volver al pueblo a pie. Pero... dejar el vehículo, nos llegaría la noche porque estábamos a mitad de camino. Es más, ¿quién se apiadaría de nosotros? ¿Y si viene un vehículo? Conociendo que poco se transita por estos lugares, vendría a alta velocidad...

Lo intentamos de nuevo. Nada. No me atreví a forzar la máquina. El sol estaba cada vez más fuerte. Ya llevábamos dos horas y media. Le pedí a nuestro Padre que lo hiciera por mi hermana, que ya estaba a punto de salírsele las lágrimas. Iba colocando la gata de nuevo y había conseguido una piedra más larga y plana, al mismo tiempo, absorta en mis pensamientos, iba recordando que un 24 de diciembre iba de misiones con Madre Gerarda y nos perdimos.

Pasamos la Navidad caminando en el agua con nuestra bicicleta en medio de la oscuridad. Veía en Madre Gerarda la misma expresión que ahora veía en el rostro de Madre Valeria. Caíamos con bicicleta en el agua repetidas veces, y yo me esforzaba en contarle cuentos con final feliz, unos tras otros, para que no sintiera el cansancio ni el tiempo. Terminamos completamente mojadas, y cuando calculamos que eran las 12 de la noche, nos abrazamos dándonos una feliz Navidad.

Pero ahora, en mi afán de sacar el vehículo del pantano de sal, no podía concentrar la mente para acordarme de un cuento o cosa parecida. Sólo atiné en decirle:

-¿Sabe, Madre? Voy a intentarlo de nuevo, pero en retroceso.
-Sí. Yo empujo. –Lo dijo con los ojos iluminados de esperanza-.
-Pero hágalo con todas su fuerzas.

Mirando la foto de nuestro Padre, le hablaba en mi interior: “Padrecito, seguro que quieres que el Señor reciba esto, y yo lo ofrezco para que la gente de los demás pueblos escuchen su Palabra". Encendí el motor y al mismo tiempo me vino como una luz el recuerdo de nuestra Madre. Me dije: Nuestra Madre es rápida. Seguro que hará lo posible por llevar nuestros ruegos a Dios. Debo procurar que las ruedas delanteras no caigan en el mismo lugar que las de atrás, porque si la campera del diferencial cae, allí sí que no salgo por nada. Empecé a retroceder, y vi a M. Valeria alejarse. Había avanzado, pero ya no avanzó más en retroceso. La Madre quedó a unos 150 metros y me alentaba. Pero el vehículo ya no respondía, y yo tenía temor de que se agarre el diferencial. Lo detuve, puse freno de mano porque ya estaba bien inclinado. Me bajé y vi que al diferencial le faltaba muy poco para enterrarse. ¡Dios mío! ¡No puede ser!

Me llené de angustia y en ese momento pasó por mi mente el mausoleo de nuestro Padre, las postulantes, novicias y profesas rezando por un buen viaje; hasta me parecía escuchar la voz potente de Madre Trinidad rezando con energía. Dirigí la mirada hacia Madre Valeria. Se había sentado. Seguro que le temblaban las piernas como a mí. Se aproximó la Madre y las dos sacábamos la arena en cuclillas, a veces estiradas, pero la arena quemaba enormemente.

Nuevamente tomé la gata y divisé una piedra más alta y plana. Pensé: En el cielo ya nuestra Madre llegó a Jesús. Hice como un camino para las ruedas delanteras; y Madre Valeria ya se había puesto adelante para empujar. Pero yo... estaba tan extenuada y me dolían las manos, tanto que me era difícil tomar el volante. Pedía a nuestro Padre que nos ayude para no quedarnos en ese desierto.

Encendí el motor rezando jaculatorias ofreciéndolo todo por los alcohólicos de nuestra parroquia. Empecé un poco hacia adelante, como meciendo el vehículo, y luego un poco hacia atrás. Sentí que estaba descendiendo. Madre Valeria daba saltos de alegría. Estábamos en el centro del camino y empecé a retroceder en subida, porque no había forma de dar vuelta al vehículo. Llegamos a la curva, donde recién pudimos comer algo y reír mucho, por la alegría de que ya estábamos fuera de peligro.

Llegamos al pueblo de Pocitos donde pudimos lavar nuestra ropa. Madre Valeria no tenía otro Hábito, así que le vino muy bien quedarse en la piecita a descansar un poco, mientras yo le lavaba su Hábito. Se lo merecía. Como corría un viento atroz que hacía saltar hasta las pinzas de tender ropa en los cordeles, tuve que fijar la ropa con imperdibles. Así estuvimos listas a las 7.30 de la noche para celebrar la Navidad en ese pueblito. Esta gente era más sencilla y muy pobre. Repartimos los panes dulces, la leche y chocolate que llevábamos. Celebramos con ellos la Navidad rezando y cantando mucho. Tenían un pequeño pesebre que también habían adornado con pasto verde; y un Misterio hermoso, con un Niño muy sonriente. En los otros pueblos no tuvimos dificultad, gracias a sus oraciones.

Tuvimos un viaje de regreso sin novedad. Pronto nos encontrábamos ya en nuestro Convento, esperando la llegada de nuestras hermanas que habían salido de misiones por otras rutas. Y días después, 30 de diciembre, podíamos por fin estar las siete Madres juntas celebrando nuestra fiesta de Navidad, y cada una narrando nuestras experiencias misionales, no exentas de abrumadores peligros como los que habíamos pasado Madre Valeria y yo. Después de todo, estábamos convencidas de que en esto radica nuestra felicidad: El llevar el Mensaje de Salvación a los pueblos para que nazca Dios en cada alma, y alimente su Vida Divina. Esto es lo que nos mueve a seguir adelante, sin desmayar. ¡Todo para mayor gloria de Dios! y salvación de las almas.

Pues de este modo pasamos la Navidad en nuestras muy queridas misiones. Esa es nuestra felicidad más grande de que también nuestros fieles más abandonados ya no sientan que lo son porque estamos nosotras junto a ellos.

Nuevamente les deseo ¡Una santa Navidad para cada uno! Estaremos unidos en oración en esta noche buena para que cada uno sintamos que ¡El Niño Jesús nace en nuestro corazón!

En Jesús Verbo y Víctima
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Madre Humbelina, MJVV